21.4.15

Los huracanes

Cuando un huracán llega a una ciudad arrasándolo todo, lo normal es que la gente huya despavorida. Que cada uno agarre lo que pueda y salga corriendo. Esto sería lo natural, pero no siempre sucede así. Algunos, en lugar de huir, quieren acercarse a él.

Sí, hay quien ve un huracán entrar por la puerta y sólo quiere abrazarlo. No es que no sepa que es un huracán, claro. Lo sabe perfectamente. Pero tal vez piensa que este huracán es diferente a los otros. A lo mejor cree que el huracán no va a hacerle daño. O sabe que se lo hará, pero ya se preocupará por eso más tarde. Así que olvida todo y corre a su encuentro. ¿Y qué ocurre con él entonces? Pues que el huracán hace lo que hacen los huracanes: engullirlo y destrozarlo.

7.4.15

El cuerpo

Se despierta muy temprano, se levanta y entra al baño para asearse. Después de afeitarse y cepillarse los dientes vuelve a su alcoba y se coloca la ropa del trabajo, que está fría tras pasar la noche sobre una silla junto a su cama. Acude a la cocina, donde escucha la radio mientras pone una cafetera y unta unas tostadas con mantequilla

Entra al salón sin dar los buenos días a la figura que está sentada a la mesa, donde deposita la bandeja con el desayuno. Duda si encender la tele y, decidiendo no hacerlo, sube una cuarta la persiana. Por el cristal entra una luz ambarina y la calle trae el ruido del tráfico. El aire está frío, aunque el sol empezará a entonar y será un día caluroso.

Toma una silla y se sienta ante las tostadas y el café caliente. Frente a él hay una persona tapada de pies a cabeza por una sábana blanca. Antes de empezar el desayuno se incorpora y extiende los brazos hasta ella, apartando la tela para descubrir un rostro momificado. En la cara no hay ojos ni labios, sólo dos cuencas vacías y una imborrable sonrisa de calavera. Donde estaría la nariz hay dos orificios. El pelo, en cambio, está intacto.

Él come y da sorbos a la taza humeante. Se frota los ojos, bosteza. Todavía no se ha espabilado. Entre bocado y bocado habla con la figura que tiene delante. Le comenta cómo fue el trabajo el día anterior. Llegué tarde y no quise despertarte, dice. Le explica la tarea que tiene para hoy y a qué hora espera regresar. Ojalá no pille atasco, quiere cenar en casa. Se queda en silencio y escucha el ruido de la mañana. Mira el reloj en su muñeca, se hace tarde. Le desea un buen día. Nos vemos a la noche.

Lleva los restos del desayuno a la cocina y los deja en la fregadera. Prefiere no entretenerse, ya lo recogerá todo luego. Cuando regresa al salón para coger la cazadora y las llaves se para un segundo junto a la figura que sigue sentada a la mesa. Le acaricia con suavidad las mejillas momificadas. Después la tapa de nuevo con la sábana blanca.

En el ascensor toma un cigarrillo y se lo pone en la boca. En un raro momento de lucidez se pregunta cuánto durará eso. Cuándo descubrirá alguien lo que tiene escondido en su casa desde hace más años de los que quisiera recordar. Después se abren las puertas y sale al rellano. Enciende el pitillo y decide olvidar el tema. Empieza un nuevo día.